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http://www.cbioetica.org/revista/123/123-0413.pdf


FUNDAMENTAR LA BIOÉTICA (4)

IMPORTANCIA DE LAS RELACIONES ENTRE ÉTICA Y CIENCIAS BIOMÉDICAS PARA LA CONSTITUCIÓN DE LA BIOÉTICA.
DR. RODRIGO GUERRA LÓPEZ *

4. Una antropología centrada en la persona como sujeto con dignidad
La palabra “persona” no es un nombre común. Es una noción que emergió en la historia del pensamiento para designar no un modo de hacer, no un cierto estándar de eficiencia o funcionalidad humana, sino un modo de ser. La palabra persona se refiere a todo ente individual y concreto que posea un valor mayor que el de las cosas. Ser persona significa ser “alguien” y no meramente “algo”. Ser persona significa ser no instrumentalizable. Una de las definiciones más antiguas y menos conocida de persona es la elaborada por Alejandro de Hales. En ella se coloca a la “dignidad” como el factor más propio y diferencial de la persona: hypostasis proprietate distincta ad dignitatem pertinente (26), hipóstasis, es decir, sustancia, que se distingue por poseer la dignidad como propiedad.
Cuando miramos con atención la historia de la antropología filosófica, no es difícil percibir que el punto de partida de todas las corrientes y tendencias, ha sido siempre no el hombre en general sino el ser humano en su máxima individualidad, es decir, el ser humano como persona. El punto de partida de una teoría sobre lo humano no puede ser más que lo humano tal y como se encuentra instalado en la realidad. Sin embargo, es un hecho, que no todas las comprensiones filosóficas sobre el hombre han justipreciado la condición personal. Muchas de estas teorías han preferido considerar que el hombre puede ser adecuadamente interpretado desde una consideración universal, es decir, desde aquello que le es común a todo ser humano, dejando de lado su condición individual. El dejar de lado lo individual prefiriendo lo universal permite, en efecto, desarrollar una teoría general sobre la condición humana. Sin embargo, esta teoría será incompleta si no alcanza en algún momento a “regresar”, es decir, a recuperar la concreción de la persona.
¿Por qué es tan importante la persona? ¿Por qué sostenemos que la bioética requiere de una antropología orientada a la persona? Porque la bioética es un saber práctico-normativo que con una metodología interdisciplinar busca dar respuesta no al hombre en general sino a las personas reales en particular.
El “ser humano en general” no existe. Quienes existimos somos las personas. Ser persona es afirmar que un ser humano existe en concreto. Ser persona es una palabra que reconoce el ser antes que el hacer, el ser concreto antes que el abstracto, el ser presupuesto en toda función antes que la función. La palabra “persona”, de hecho, no es un concepto -no es una representación universal y abstracta-, es una “noción” que significa lo que significa siempre y en todo lugar, de manera concreta, en este mundo o en cualquier mundo posible. Es decir, cumple las  condiciones de aquello que los filósofo señalamos con el término “designador rígido” (27).
¿Por qué decimos esto? Porque la antropología que necesita una bioética que no desee fugarse a la abstracción es una antropología personalista, es decir, una antropología cuyo principio y fin sea la condición real del ser humano real.
Sería largo aquí abundar en todos los elementos de una antropología así definida. Sin embargo, para los fines de nuestra exposición, baste señalar que es importantísimo mirar que toda acción, toda función, toda eficiencia de la persona revela como el efecto a su causa la naturaleza del ser personal. La autoconciencia revela que el ser que soy es un “alguien”; la libertad revela que el ser que soy tiene una relativa autarquía, un relativo autogobierno; todas las creaciones culturales y simbólicas del ser humano hablan de su capacidad de trascender el instinto y la pulsión para afirmar significados perennes sobre las diversas experiencias de la vida.
Justamente esta estructura: que el obrar revela y devela al ser, nos permite encontrar algo importante: el ser es causa del obrar. Digámoslo así: gracias a la autoconciencia me doy cuenta que soy “alguien” y, por ende, que mi valor y consistencia es superior a aquello que es meramente “algo”. Gracias a la autoconciencia sé que soy, sé que valgo. No soy y no valgo porque sé, sino que sé porque soy y porque valgo. Ser-conciente consiste precisamente en descubrir que soy-alguien con anterioridad a mi propio acto de conciencia. Si no fuera así, la conciencia no tendría nada que descubrir; sería un gran vacío que jamás anunciaría conciencia-de-sí. La palabra “sí” en esta expresión se refiere al sí-mismo, al ser que soy y que permite el conocer. No hay conocer alguno si no hay ser.
El ser que soy y que se autodevela como “digno”, como no instrumentalizable, permite que mi razón práctica descubra un imperativo categórico concreto como norma primaria para la vida moral. Este imperativo fue enunciado de manera explícita por primer vez por Immanuel Kant. A pesar de los muchos elementos relativistas de su teoría ética, Kant, en la Fundamentación para una metafísica de las costumbres, con gran agudeza nos dice lo siguiente:
Suponiendo que hubiese algo cuya existencia en sí misma posea un valor absoluto, algo que como fin en sí mismo pudiera ser un fundamento de leyes bien definidas, ahí es donde únicamente se hallaría el fundamento de un posible imperativo categórico, esto es, de una ley práctica. Yo sostengo lo siguiente: el hombre y en general todo ser racional, existe como un fin en sí mismo, no simplemente como un medio para ser utilizado discrecionalmente por esta o aquella voluntad, sino que tanto en las acciones orientadas hacia sí mismo como en las dirigidas hacia otros seres racionales el hombre ha de ser considerado siempre al mismo tiempo como un fin. Todos los objetos de la inclinación sólo poseen un valor condicionado, pues si no se dieran las inclinaciones y las necesidades sustentadas en ellas, su objeto quedaría sin valor alguno. Pero, en cuanto fuentes de necesidades, las inclinaciones mismas distan tanto de albergar un valor absoluto para desearlas por ellas mismas, que más bien ha de suponer el deseo universal de cualquier ser racional el estar totalmente libre de ellas. Así pues, el valor de todos los objetos a obtener mediante nuestras acciones es siempre condicionado. Sin embargo, los seres cuya existencia no descansa en nuestra voluntad, sino en la naturaleza, tienen sólo un valor relativo como medio, siempre que sean seres irracionales y por eso se llaman cosas; en cambio los seres racionales reciben el nombre de personas porque su naturaleza los destaca ya como fines en sí mismos, o sea, como algo que no cabe ser utilizado simplemente como medio y restringe así cualquier arbitrariedad (al constituir un objeto de respeto). Las personas, por lo tanto, no son meros fines subjetivos cuya existencia tiene un valor para nosotros como efecto de nuestra acción, sino que constituyen fines objetivos, es decir, cosas cuya existencia supone un fin en sí mismo y a decir verdad un fin tal en cuyo lugar no puede ser colocado ningún otro fin al servicio del cual debiera quedar aquél simplemente como medio, porque sin ello no encontraríamos en parte alguna nada de ningún valor absoluto; pero si todo valor estuviese condicionado y fuera por lo tanto contingente, entonces, no se podría encontrar en parte alguna para la razón ningún principio práctico supremo (28).
Retomando la lección kantiana, hoy podemos decir que la norma primaria de la vida moral consiste en sostener: persona est affirmanda propter seipsam!, ¡Hay que afirmar a la persona por sí misma, hay que tratar a la persona como fin y nunca usarla como mero medio!
Los múltiples debates bioéticos no se resuelven de un plumazo enunciando esta norma. Sin embargo, encuentran en ella un criterio absoluto, inderogable y trascendente a todo consenso. Más aún, esta norma es la que posibilita la existencia del consenso como método para la acción política y legislativa.
Esta norma emerge de una atenta consideración antropológica sobre el significado de la acción humana en su sentido amplio. Esta norma, gracias a ello, gracias a la utilización metodológica de la acción como factor de revelación de la persona, logra indicar el valor que posee el ser humano como sujeto digno. Dicho en una palabra: todo ser humano es persona, posee dignidad y merece respeto. La dignidad no es un atributo de cierta clase social, de cierta pertenencia étnica, de cierta filiación política, de cierta convicción religiosa, de cierta preferencia sexual y ni siquiera de cierta coherencia moral. Todo ser humano, con independencia de sus acciones y decisiones, posee dignidad y merece respeto.
Cuando a algún ser humano lo situamos en estado de excepción respecto de esta consideración antropológica, se abre una ventana que deja pasar por su espacio muchos otros cuestionamientos a la condición humana más temprano que tarde.
Por ello, es tan importante que los derechos humanos sean reconocidos erga omnes, para todos sin excepción. Una antropología que permite hacer este tipo de consideraciones la denominamos antropología normativa ya que su carácter práctico colabora a fundamentar la ética y eventualmente el derecho. Es en una antropología así en la que los descubrimientos de las diversas ciencias humanas y sociales pueden integrarse en su justa dimensión, es decir, conforme a la verdad sobre el hombre.
No cualquier antropología es susceptible de auténtica capacidad de integración de otros saberes y relatos. Sólo la antropología que no cede a la racionalidad instrumental sino que preser va el carácter ininstrumentalizable del ser humano nos permite ajustar todo descubrimiento en el contexto de los diversos dinamismos que integran a la persona y normarlo en la práctica de acuerdo a su dignidad (29).
A modo de conclusión:
La relación entre ética y bioética es una relación intrínseca. El juicio final que un bioeticista ha de hacer no es de orden biológico, sociológico o político. El carácter de ese juicio es ético. Por ello, la ética es el factor de unidad sapiencial de la bioética como ciencia.
La bioética se construye metodológicamente a través de un esfuerzo interdisciplinario en el que concurren saberes muy diversos: biología, psiquiatría, sociología, antropología cultural y un largo etcétera. Sin embargo, la interdisciplina supone criterios arquitectónicos para elaborarse y para no derivar en una síntesis irenista.
Estos criterios arquitectónicos son los que provee la antropología filosófica, es decir, la teoría que reconoce la estructura del ser humano como persona y que demanda a las múltiples disciplinas un cierto orden, un cierto sistema, en su interacción y elaboración.
Una bioética intrínsecamente ética, basada en una metodología interdisciplinar y antropológicamente
articulada, puede proponerse como una bioética sin adjetivos. Calificarla como liberal o conservadora, como católica o laica, como utilitarista o aún personalista, habla de compromisos de escuela antes que de rigor científico.
Algunos de estos compromisos no dejan de ser simpáticos. Pensemos en quienes hablan de una bioética laica que, en contextos como el mexicano, inmediatamente se contradistingue y subordina en oposición a la bioética específicamente “católica”. Hablar de una bioética con adjetivos es tan impropio como hablar de una “fisiología liberal” o de una “matemática laica”. La bioética, si quiere tener algún futuro, debe preocuparse más por su cientificidad, por su rigor racional a toda prueba, que por colocarle apellidos que dificultan que su objeto sea la verdad antes que el compromiso de grupo.

Bibliografía.
26 Algunos piensan que esta definición proviene de ALANO DE LILA también conocido como ALANO DE INSULIS († 1203), uno de los grandes pensadores del siglo XII, quien recibió una importante influencia platónica. Por ejemplo, esta es la opinión de los traductores de la Summa Theologicae de Tomás de Aquino editada en BAC Maior (Madrid 1988) quienes en I, q. 29, a. 3, ad 2 colocan una referencia a este respecto. Al consultarla (ALANUS DE INSULIS, Theologicae regulae, en Patrologia Latina, J. P. Migne, París 1855, T. 210, reg. 32, col. 637), hemos visto que no se usa literalmente esta definición. Otros piensan que proviene de ALEJANDRO DE HALES quien la difundió ampliamente durante la edad media (así JOSEF SEIFERT en su What is Life? The Originality, Irreducibility, and Value of Life, Rodopi, Amsterdam-Atlanta 1997, p. 139, n. 4 cita la Glossa, 1, 23, 9). El hecho es que, por ejemplo, TOMÁS DE AQUINO utiliza esta definición en un número no despreciable de lugares: In I Sent., d. 26, a. 1, ag 6; Ibidem, d. 26, a. 2, ag 3; Ibidem, d. 3, q. 1, a. 2, sc 1; Sum. Theol, I, q. 29, a. 3, ra 2; Ibidem, I, q. 40, a. 3, ag 1; Ibidem, III, q. 2, a. 3, co; De Pot., q. 8, a. 4, ag 5; Ibidem, q. 8, a. 4, ra 5; Ibidem, q. 10, a. 1, ag 7; Contra errores graecorum, I, cap. 2.
27 Cf. KRIPKE, S. El nombrar y la necesidad, trad. M. M. Valdés, UNAM, México, 2005.
28 KANT, I. Fundamentación para una metafísica de las costumbres, trd. cast. R. R. Aramayo, Alianza, Madrid 2002, A 64, 65.
29 Para un tratamiento amplio de la justificación racional de la norma personalista de la acción, véase: GUERRA LÓPEZ, R. Afirmar a la persona por sí misma. La dignidad como fundamento de los derechos de la persona, CNDH, México 2003.

DR. RODRIGO GUERRA LÓPEZ *
* Doctor en Filosofía. Director del Centro de Investigación Social Avanzada de Querétaro, México. Miembro de la Pontificia Academia por la Vida. El presente artículo recoge el contenido de la Conferencia Magistral dictada en la ceremonia inaugural de la X Jornada Nacional de Bioética del Centro Juan Pablo II, en La Habana, Cuba, el día 26 de mayo de 2011.

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