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INFORMACIÓN TOMADA DE:
http://digilander.libero.it/monast/spa/index1.htm

LOS NOVISIMOS (3)
Lo que encontraremos en el Paraíso

Describiremos el Paraíso con lenguaje de Dios: un lenguaje espiritual. El agua no nos servirá para saciarnos, porque Dios mismo será nuestra agua. Dios nos llevará a cimas inalcanzables y nos mostrará que seremos como águilas y nada nos faltará porque todo nos hablará del amor y de la belleza creada por Dios.

En Paraíso, los Ángeles saldrán a nuestro encuentro y hablarán con nuestras mismas palabras, porque la palabra que está en el cielo la encontraremos perfecta en el cielo. Los Ángeles serán puros y bellísimos, cantores de melodias jamás oídas y menos imaginadas, vestidos de luz purpúrea y de colores que sólo existen en Dios. Llenos del amor y de la fuerza del Amor desfilarán ante el Trono divino y nos saldrán al encuentro, bajando las escaleras del templo sempiterno. Fanfarrias, sonidos de arpas y de liras los acompañarán hacia los peregrinos que al Paraíso lleguen. Todas las soberanias angélicas nos festejarán porque, como Cristo, se alegrarán por cada alma que pase desde la muerte a la vida eterna. Las victoriosas formaciones angélicas se elevarán con sus dardos de luz para cantar la victoria del bien sobre el mal.

Y mientras vemos todo esto, un Ángel de cada comitiva escribirá con el dedo de fuego nuestro nombre, grabándolo en caracteres de oro en las altas cumbres del Paraíso. "Nosotros somos los Ángeles de Dios y escribimos aquí, en estas páginas del libro de la vida, las buenas acciones de los hombres semejantes a Cristo. No será escrito el mal, porque aquí no existe. Se contarán las obras de bien hechas en la tierra y con ellas mediremos el peso de cada uno, que Dios luego juzgará según su bondad y sabiduría".

Podremos decir con San Agustín: "Oh casa estupenda, oh palacio encantador, fulgurante de luz celestial. Cómo son secuestrados por tu belleza que no tiene comparación. Bienaventurada vivienda de la gloria de mi Dios, que la ha construido y en la que Él mismo habita. Será también para los pecadores de la tierra que no se dejen cegar por el polvo que levanten. Yo prefiero retirarme a mi tranquila celda y en ella entonar cánticos de amor y desahogar mi ardiente pasión y lujuria por tu belleza. Quiero también, con inenarrables suspiros, deplorar la miseria de mi peregrinaje y elevar mi corazón a la altura de la celestial Jerusalén, que es mi patria y a la que tienden mis dulces deseos del espíritu".

Lo que en efecto formará nuestro verdadero Paraíso en la ciudad de los bienaventurados, será conocer, amar, poseer y gozar a Dios en su Santísima Trinidad, en su familiaridad, en su encarnación e inmolación. La Eterna Verdad y el Sumo Bien nos colmarán de todo.

¿Cómo no desear nuestra patria, a nuestro Soberano, nuestra paz y la vida eterna?. Cuántos Santos han declamado el esplendor del Paraíso como la belleza misma de Dios. No es sólo fe porque es una verdad que podemos sentir en el corazón y es idónea para el pensamiento meditativo. Meditar esta realidad futura produce un influjo positivo sobre la vida terrenal puesto que el pensamiento nos conduce hacia donde la mente se detiene. Inocencia y caridad

Sólo la inocencia puede abrir las puertas del Paraíso. Inocentes son las almas que nunca han cometido pecado, o que habiéndolo cometido, han sido perdonadas mediante la penitencia. Han lavado sus faltas con lágrimas y han obtenido el perdón por la sangre de Jesús en la Cruz.

El único medio seguro para entrar en el Paraíso es la caridad, el amor que obra por medio del amor en Jesucristo. "Si hablase las lenguas de los hombres y de los Ángeles, pero no tuviese caridad, sería como metal que retumba o como címbalo que resuena. Y si tuviese el don de profecía, si conociese todos los misterios y tuviese todo el conocimiento; si poseyese tanta fe hasta trasladar montañas, pero no tuviese caridad, de nada me serviría... La caridad jamás tiene fin. Las profecías desaparecerán, el don de lenguas cesará y el conocimiento terminará" (1 Cor. 13, 1-8).

"Nosotros, sin embargo, que pertenecemos al día, seamos sobrios, vestidos con la coraza de la fe y de la caridad y teniendo como yelmo la esperanza de la salvación. En efecto, Dios no nos ha destinado a la cólera, sino a obtener la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo. Él ha muerto por nosotros, para que, vivos o muertos, vivamos junto a Él". (1 Tes. 5,8-10).

Es el hombre el que puede decidir entre la vida y la muerte. Al final se le dará lo que haya elegido. «Nada te turbe, nada te espante, todo pasa: Dios no cambia. A quién tiene a Dios nada le falta» (Santa Teresa de Ávila). En los días de la prueba y de la tribulación luchemos para no perder la fe, para no dejarnos abatir por los problemas de la vida. Es el abandono en Dios donde podremos encontrar las energías ocultas y aquél impulso del corazón que sólo el fuego ardiente de Dios puede alimentar.

La pobreza, la humildad y la penitencia son las bases sobre las que se puede hacer el bien, porque llevan al hombre al dominio de las pasiones, a la paz del alma, a la pureza y a la caridad "Ordena a los que son ricos en este mundo, que no sean orgullosos, que no pongan la esperanza en la inestabilidad de las riquezas, sino en Dios, que todo nos da en abundancia para que podamos disfrutarlas. Haciendo el bien, se enriquecen de obras buenas, para adquirir la vida eterna". (1 Tim. 6,17).

"Y ahora vosotros, ricos: llorar por las desventuras que caerán sobre vosotros. Vuestras riquezas están podridas, vuestros vestidos roídos por la polilla. Vuestro oro y vuestra plata están herrumbrados, su roña se alzará para acusaros y devorará vuestra carne como el fuego". (Gc. 5,1).

La verdad sobre la existencia del Paraíso puede ayudarnos para no ahogarnos en el dolor, en los momentos difíciles o de prueba, una verdad que ilumina nuestro porvenir y que es la llave del misterio del sufrimiento y del destino mortal. Una verdad que llena de alegría nuestra pobre vida de mortales y cambia la tristeza del exilio en una esperanza feliz: «Se dice de tí grandes cosas, Ciudad de Dios». Pues dice Santa Catalina de Siena: «Un gran error cometeréis si osáseis hablar de las maravillas que he visto, ya que las palabras humanas son incapaces de explicar el valor y la belleza de los tesoros celestiales».

"La verdad es que existe un único camino para que cualquier persona pueda entrar en el paraíso: creer en Jesucristo. Jesús murió por los que creen en Él. Si queremos asegurarnos la entrada en el Paraíso tras la muerte, creeremos que Jesús murió para salvarnos del castigo de nuestros pecados. "Arrepentíos y que cada uno de vosotros sea bautizado en el nombre de Jesucristo para la remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo". (Hec. 2,38).

Jesús mismo da la respuesta cuando dice: «Yo soy el camino, la verdad y la vida: ninguno va al Padre sino a través de mí » (Jn 14,6). En otras palabras, sólo Jesús lleva a Dios. No se puede llegar al Padre, sino por medio de Él. Esto vale para éste y para el otro mundo.

Para entrar, tras la muerte, en el Paraiso y esperar allí la resurrección de la carne y el privilegio de reinar con Cristo, necesitamos creer en Jesús, teniendo fe en su obra redentora. Ésta es la única llave que abre la puerta del cielo. Evidenció el apóstol Juan: «Quién cree en Él no está condenado, pero quién no cree en Él está ya condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito de Dios» (Jn 3,18). El apóstol Pedro testificó ante el Sanedrín judío, que intentaba intimidar a los apóstoles: «Y en ningún otro está la salvación, puesto que no existe bajo el cielo ningún otro nombre que haya sido dado a los hombres, por el que podamos ser salvados» (Hec. 4,12).

La Escritura advierte que «todo hombre debe rendir cuentas de sí mismo a Dios » (Rm 14,22). El día del juicio cada uno se encontrará solo ante el Juez eterno. Cada uno será considerado responsable de sus actos. El apóstol Pablo escribe que la salvación se obtiene por la fe, no por las obras, porque si fuese por las obras "cada uno de nosotros podría gloriarse de haberla obtenido" (Ef. 2,9) y la muerte de Jesús en la cruz habría sido vana.

La salvación no se obtiene, ni siquiera, por la convicción de ser cristiano y haber sido bautizado, como sostenían los descendientes de Abraham, padre del pueblo judío. Estaban convencidos de que su salvación estaba garantizada porque Dios había elegido al pueblo de Israel y había establecido su religión. Les amonesta Juan Bautista: deben arrepentirse y dejar de confiar sólo en su religión.

«Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). «Todo es limpio para los limpios; pero para los contaminados y para los que no tienen fe, nada es puro, porque tienen contaminada la mente y la conciencia. Hacen profesión de conocer a Dios, pero lo niegan con las obras, siendo abominables y rebeldes, incapaces de toda obra buena» (Tit. 1, 15-16). «De hecho, del corazón provienen los malos propósitos, homicidios, adulterios, impurezas, hurtos, falsos testimonios, calumnias. Éstas son las cosas que hacen impuro al hombre» (Mt 15,19).

Entonces, si queremos construirnos una casa sólida donde habitar en paz y serenidad en esta vida y en la eterna, no podemos poner cimientos de paja, sino construir la estructura en un terreno de "amor". ?Existe este tipo de estructura?. Sí, y lo creamos nosotros mismos con nuestras buenas acciones, con nuestro esfuerzo en ser como Jesús nos quiere: Santos. Qué felicidad

El Paraíso es un lugar donde no hay mal alguno, y donde habrá toda clase de bien; en el Paraíso el alma y el cuerpo de los Santos gozarán de un descanso que jamás se cambiará. Dice San Pablo que ningún hombre en la tierra ha visto nunca, ní oído ni entendido las bellezas, las armonías y los goces que Dios ha preparado para los que le aman. Cuántas cosas hermosas habremos visto. Cuántas habremos experimentado. Imaginemos cuántas habrá. Y a pesar de todo esto, es nada con respecto a la belleza del Paraíso, donde el Señor ha querido hacer resplandecer su belleza y su magnificencia. Para conocer el precio del Paraíso, es necesario saber que cuesta la sangre de Dios: Jesucristo la ha vertido hasta en la última caída para merecernos el Paraíso.

Dice David que los Santos serán introducidos en un torrente de placeres, que serán colmados de alegría y de felicidad: tendrán todo aquello que desean y que jamás tendrán nada que temer. Sus bienes quedarán sin males, sus placeres sin dolores, su descanso sin inquietud, su vida sin muerte, su felicidad sin fin. Afortunados, oh Señor, los que habiten en tu casa: ellos te alabarán por los siglos de los siglos.

El objeto de nuestra felicidad en el Paraíso será Dios, el cual es la esencia de todas las bellezas, de todas las bondades y de todos los placeres. Él llenará nuestro espíritu con la plenitud del conocimiento, nuestra bondad con la abundancia de su paz, nuestra memoria con la dilatación de su eternidad, nuestra sustancia con la pureza de su ser: todos nuestros sentidos y facultades con la inmensidad de sus bienes. Lo veremos y le amaremos. Veremos Su magnificencia y su visión arrebatará nuestro espíritu. Amaremos Su bondad y su gozo saciará nuestro corazón.

Pero, ¿cómo gozaremos del Señor?. Lo haremos con armonía y una tranquilidad derivada de la seguridad que será eterna. La unión será íntima, comparable a una esposa que se une a su esposo, dice San Juan: llegaremos a ser similares a Dios. Es decir, seremos puros, santos, poderosos sabios y bienaventurados como Él. Él nos transformará en sí mismo, nop destruyéndonos, sino uniéndonos a Él; porque nos comunicará su naturaleza, su grandeza, su fuerza, su conocimiento, su santidad, su riqueza, su felicidad.

Como el hierro expuesto al fuego se convierte en fuego, como el cristal puesto al sol llega a ser como el sol; así nosotros, cuando estemos unidos a Dios, llegaremos a ser. de alguna forma, la reverberación de su luz. Quien puede, por tanto, comprender la alegría de un alma que entra en el Paraíso y ve a su Creador.

Qué amor. Qué éxtasis. Qué arrobamiento. Qué alabanzas y qué fruto de gracias. Oh Santa Sión, donde todo está y donde todo pasa, donde todo se encuentra y nada falta, donde todo es dulce, nada de amargura, donde todo es serenidad y nada de agitamientos. Oh tierra bienaventurada donde las rosas carecen de espinas, donde los placeres son sin dolor, donde la paz es sin guerra y la vida sin fin.

Oh monte santo de Tabor. Oh Jerusalén celestial, donde cantaremos eternamente los magníficos cantos de Sión. ¿Quién encontrará disgusto en el trabajo y en la lucha, sabiendo que Dios es la recompensa?. Cuándo te veremos, Dios mío, ¿cuándo me quitarás las cadenas de la esclavitud?. ¿Cuando me llamarás de este exílio?. ¿Cuándo romperás estas cadenas que me atan a la tierra?. Señor, que muera pronto: para que pueda conseguir verte. Bienaventurados, Señor, los que habiten en tu casa, porque te alabarán durante toda la eternidad.

Alma mía, ¿qué haces todavía en la tierra?. ¿Que buscas con afán entre las criaturas?. ¿Serán capaces de saciar tu corazón?. ¿Crees que los poderes terrenales pueden apagar y satisfacer a un espíritu inmortal?. Sólo en Dios podemos encontrar lo que anhela nuestra alma y viajar por el sendero del tiempo terrenal con la mirada fija en el cielo. Cuando el alma salga del cuerpo será llevada al Tribunal de Dios para ser juzgada. El Juez será Dios Omnipotente indignado con quién le haya maltratado en vida. El primer acusador será el demonio, seguirá el Ángel custodio y al final la propia conciencia: los pecados determinarán la sentencia que será inapelable. No habrá compañeros, parientes ni amigos: estaremos solos en la presencia de Dios. Los pecadores impenitentes entenderán la fealdad de sus pecados y nadie nos podrá absolver como hacíamos antes. De la sentencia divina saldrá la pena justa que será, como recuerdan las Sagradas Escrituras, el Infierno.

No podremos esconder nada y serán examinados nuestros pecados, ya sean de pensamiento, complacencia, obra, omisión, o escándalo. En el equilibrio de la divina justicia no se pesarán las riquezas, la dignidad, el nivel social: sólo las obras. Si éstas se aferran al pecado, entonces estamos perdidos. Y al final de los tiempos, como narra el Apocalipsis, toda la gente será juzgada y el cuerpo resucitado se unirá al alma para el premio o condena eternos.

En las meditaciones San Anselmo trata este argumento: "Oh alma pecadora, leño inútil y árido destinado al fuego eterno, ¿qué responderás en aquél día, cuando te sea preguntado hasta por el más mínimo instante del tiempo que te ha sido dado?. Oh, alma mía, ¿qué será entonces de los razonamientos fatuos y ociosos, de las palabras ligeras, frívolas, ridículas, de las obras vanas e infructuosas?".
San Ambrosio, en el comentario del Evangelio de Lucas, añade: "Ay de mí, si no hubiese deplorado mis pecados. Ay de mí si en el corazón de la noche no me hubiese levantado a darte gracias (Salm 118,62). Ya el hacha está puesta en la raíz del árbol (Lc 3,9); den frutos de gracia quién pueda, frutos de penitencia quién deba".

Si padece la condena el cuerpo, nuestra desventurada alma sufrirá la eterna prisión y entonces el alma maldecirá al cuerpo y el cuerpo al alma. Mientras en la Tierra estaban de acuerdo en buscar satisfacción y placeres prohibidos, ahora se ven obligados a salir juntos de los mismos tormentos. Distinto será para quién resucite con un cuerpo bello y esplendoroso, digno de una vida bienaventurada en cuerpo y alma.

Cuando el mundo acabe, terminarán con él todas las glorias, vanidades y placeres terrenales. Permanecerá sólo la eternidad de gloria y gozo, o, de tormento e infelicidad. Los justos estarán en el Paraíso y los pecadores vivirán en el infierno y en este lugar se rendirán cuentas: se habrá perdido todo.  Cristo, en la hora de la sentencia eterna, se volverá contra los réprobos y les dirá: "Alejáos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles... y se irán al suplicio eterno" (Mt 25, 41-46). Al final Jesús se dirigirá a los elegidos, diciendo: "Venid benditos de mi Padre, recibid en herencia el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo".(Mt 25,34).

El juicio que vendrá para no afectarnos y lo dejamos en el limbo de la indiferencia, nos parece un tiempo lejano pero tarde o temprano llegará. Si sabemos que esto vendrá, ¿porqué no actuamos a tiempo de tomar las riendas de nuestra vida?. ¿Porqué esperamos para hacer el bien y seguir las enseñanzas de Jesús. ¿Porqué conformarnos con el poco y breve goce humano en lugar de cambiarlo por una espléndida vida eterna en Paraíso donde impera la alegría y felicidad eterna que superan nuestra esperanza?. Depende de nosotros decidir conscientemente qué camino seguir-

EL RESALTADO EN "NEGRITAS" ES DE ESTE SITIO


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